¿Te has parado alguna vez a pensar por qué las estatuas tienen pedestales? No es una pregunta trampa. No quiero que parezca que tengo algo en contra de ellos. Las esculturas son amigas de nuestros paseos y, si tienen pedestal, también de nuestros perros. Para empezar, contienen mucha información sin la cual los monumentos serían totalmente anónimos y, además, el pedestal marca la diferencia, hace que veamos las estatuas con cierta dignidad; sin él muchas serían como una de esas horrorosas figuras de los museos de cera a las que ya nadie respeta.
Pensemos en el famoso Speaker’s Corner de Londres, esa esquina de Hyde Park cerca del Marble Arch en la que, desde finales del siglo XIX, la policía inglesa permite los discursos callejeros. Desde allí han lanzado soflamas a los transeúntes todo
tipo de revolucionarios, sufragistas, predicadores, integristas y alterados que para hablar se subían, y todavía se suben, a una escalera, un taburete, o incluso a una caja de frutas a modo de tribuna improvisada; ya hubiera una, dos, tres o cincuenta personas escuchándolos. Pues un pedestal vendría a ser lo mismo, pero para siempre. Es como el púlpito al que se subían los curas para que se les oyera mejor. Lo mismo, pero veinticuatro horas al día. Porque, ante todo, un pedestal es un dispositivo acústico.
El ocaso de las estatuas
Cuando los persas ocuparon Atenas durante la segunda guerra médica (480-478 a. C.) arrasaron la ciudad y sus templos. Al volver, los atenienses juraron devolvérsela algún día, pero antes tenían que hacer algo mucho más importante. Desescombrar. De entre las ruinas de la antigua acrópolis seleccionaron todas las estatuas rotas tiradas por el suelo, las apilaron en un depósito, las enterraron con mucho cuidado y se dispusieron a iniciar una nueva etapa que llevaría a la creación del canon del arte occidental. El resto es historia.
Al excavar los foros de las ciudades romanas aparecen numerosos pedestales, pero no solo los típicos de emperadores, dioses y benefactores, sino también de figuras a caballo. Los arqueólogos saben diferenciarlos por las pistas que dan las inscripciones, por su tamaño o por las huellas que dejan los anclajes. En la ciudad de Tarraco se han contabilizado doscientos zócalos para estatuas y solo en el edificio de la curia de la ciudad de Labitolosa, en Huesca, hace pocos años se encontraron veinticinco. Las ciudades romanas nos ganaban por mucho en cantidad y calidad de monumentos públicos. Pero todo lo bueno se acaba. Desde entonces no hemos hecho más que empeorar. Durante las tremendas tensiones entre los paganos y los primeros cristianos, cientos de miles de estatuas fueron tumbadas y/o fundidas a medida que la nueva religión se imponía por todo el imperio. Nunca en la historia hubo tantos pedestales vacíos.
Para su libro El Sha o la desmesura del poder, el periodista y escritor Ryszard Kapuściński entrevistó a un especialista en derribar estatuas. Contaba que sus primeros galones los consiguió ayudando a su padre y a unos vecinos a derribar una estatua del Sha de Persia en 1941. El experto no ocultaba su entusiasmo: «No hay como la primera vez». Cuando el Sha huyó en 1953, pudo dar rienda suelta a su pasión y, como este llevaba años construyendo monumentos a su mayor gloria y la de su hijo, había mucho trabajo acumulado. Destruyó todos los que encontró y, según él no quedó ninguno, pero como al poco el Sha regresó, aquello fue como volver a la casilla de salida. En la entrevista dice: «Casi tiro la toalla, derribábamos uno y construía tres». En la entrevista explica cómo, hacia 1979, durante la Revolución iraní liderada por el ayatolá Jomeini, había mucha competencia por tirar las mejores estatuas. Muchos amateurs intentaban atacar los monumentos más pequeños y baratos, pero para derribar uno realmente grande se
necesitaban profesionales de verdad y largas cuerdas. Había tanto trabajo por hacer que le salieron ampollas en las manos de tanto tirar. Termina así: «Es un honor y un orgullo. Todos los pedestales están vacíos».
El nueve de abril de 2003, durante la invasión de Irak a cargo de una coalición de países liderados por el ejército de los Estados Unidos, pudimos asistir a uno de esos eventos que supuestamente hacen historia: el derribo de una gran estatua de bronce de Saddam Hussein situada la plaza Firdos de Bagdad. En las imágenes, retransmitidas en directo al mundo entero, se quiso representar simbólicamente la caída de Sadam Huseín. Aunque las cámaras se empeñaban en hacernos creer que una auténtica muchedumbre asistía al final de un régimen, en realidad un vehículo de recuperación M88 americano tiró de la escultura, no sin dificultades (el tirano estaba muy bien anclado), mientras un grupo reducido de personas disfrutaba del espectáculo. Aun así, fue un momento privilegiado, no todos los días se asiste a fabricación de un icono. Mientras tanto, más de ciento veinte años de fotoperiodismo se entristecían porque sobre ellos caía una sombra de duda sobre cómo y en qué circunstancias se habrían sacado muchas de las mejores fotografías del siglo pasado, pero esa es otra historia.
Un Stalin muy grande
Nos trasladamos a Hungría, a principios de los años cincuenta del siglo XX. El establishment prosoviético, siempre a la búsqueda de nuevas formas para mantener alta la moral de sus ciudadanos, tuvo la original idea de celebrar el sesenta cumpleaños de Stalin regalándole, en nombre del pueblo húngaro, una estatua de su persona pese a que por aquel entonces ya debía de haber unas cuantas decenas de miles de Stalin por toda la Unión Soviética y países satélites. Primero le enviaron un modelo de pequeño tamaño y al año siguiente hicieron una copia gigante que se materializó en una escultura de ocho metros de bronce.
Para mostrar una estatua tan imponente y, sobre todo, para un personaje tan relevante, se diseñó un pedestal que estuviera a la altura del miedo que producía. Una señora tribuna de diecisiete metros de alto situada en el Parque de la Ciudad, delante de una
gran esplanada. Lo que crearon fue un desfilódromo presidido por un gran Stalin triunfante. Bajo las mismísimas botas del camarada Iósif, en un balcón corrido, se situaba la élite del gobierno, del partido y del ejército húngaro, para dar largos discursos y
contemplar vistosos desfiles de trabajadores del primero de mayo, o de cualquiera que tuviera capacidad para ello. Porque cuando en una dictadura hay que desfilar, pues se desfila y no hace falta buscar ni una buena razón, solo eso ya es un motivo de celebración.
Pero ¡oh, decepción! Resulta que, durante los sucesos de la Revolución húngara de octubre de 1956, el mismo pueblo que supuestamente había decidido erigir aquel monumento procedió a derribarlo. Os podéis imaginar que la operación no debió de ser
nada fácil; no tumbas un Stalin que llega hasta los veinticinco metros de altura así como así. Para conseguirlo fueron necesarias muchas sogas y muchos estudiantes. Primero le colocaron una cuerda alrededor del cuello, mientras otras personas llegaban desde una escuela técnica próxima con bombonas de oxígeno y lanzas térmicas. Luego se dispusieron a trabajar en los pies de la estatua; una hora después, cayó partida por los tobillos. Una vez en el suelo ocurrió lo que tenía que ocurrir: fue decapitada y su
cabeza arrastrada por todo Budapest, mientras la gente la pintarrajeaba, golpeaba e injuriaba. ¡Pero ojo! porque encima del pedestal quedaron sus botas, las botas perdidas de Stalin, unas viejas botas altas como una persona.
Memento Park
Cuando finalmente cayó el telón de acero, miles de estatuas del pasado comunista de los países del este de Europa fueron derribadas y se perdieron para siempre; muchas rotas en mil pedazos al caer estrepitosamente desde sus pedestales o, simplemente, retiradas oficialmente por decretos y normas que prohibían su exposición pública; cuando no vandalizadas, abandonadas y luego fundidas por su metal o tiradas a un vertedero, independientemente de su mérito. Fue probablemente uno de los mayores borrón y cuenta nueva artísticos de toda la historia.
Sin embargo, en Budapest, una vez pasado el periodo inicial de inquina y postureo iconoclasta, en vez de destruirlas o retirarlas de la circulación, les buscaron un nuevo emplazamiento. Seleccionaron una serie de obras de distintos distritos de la ciudad para crear un parque temático de su reciente pasado comunista. Así es como más de cuarenta años de realismo socialista acabaron aparcados en un alejado suburbio de Budapest, en el conocido como Memento Park (el parque de la memoria), construido en 1993.
Allí podemos ver la estatua al soldado soviético, el monumento a la amistad húngaro-soviética, un homenaje a la república soviética, un Karl Marx & Engels (van en pack) y como unos tres Lenin (que no falten). Aunque la variedad de temas brille por su ausencia, creedme cuando os digo que son realmente buenas; grandes escultores del momento trabajaron en esas obras. Por haber, hay hasta un monumento a los miembros de las
Brigadas Internacionales que participaron en la Guerra Civil española y que, lógicamente, es el más buscado por los turistas españoles que se pasan por allí. Sin embargo, aunque felizmente indultadas, la mayoría de estas esculturas han echado el pie a tierra o usan modestos pedestales de ladrillo.
Pero el monumento que más nos interesa de este lugar es un añadido posterior que ni siquiera se encuentra dentro del parque, sino que está frente a la entrada principal. Fue realizado por el escultor Ákos Eleőd en 2006 y es, de lejos, la obra realmente extraña: un enorme bulto gris con un brillo metálico en lo alto. Se trata de una recreación a tamaño real de la tribuna que se encontraba en aquella explanada de los desfiles en el centro de
Budapest, pero más sencilla y sin el Stalin gigante de ocho metros en su cúspide. Solo unas botas, unas solitarias botas sobre un inmenso pedestal de cemento.
Un tributo a un movimiento que fue una flor que se marchitó en diecinueve días, el tiempo que tardaron las tropas soviéticas en entrar con los tanques por las calles de Budapest para apoyar al gobierno y ahogar las protestas.
Requiem por un pedestal
Últimamente hemos asistido a algunas despedestalizaciones muy sonadas y parece que podrían venir más, porque la guerra cultural y todo eso. Lo cual sugiere que, antes o después, vamos a tener muchos libres y habrá que pensar en qué hacer con ellos.
Estas protestas están muy bien hasta cierto punto. Por un lado, no creo que sea bueno poner la mano en el fuego por todas las personas que hemos subido a una peana, ni tampoco rasgarse las vestiduras por una estatua caída porque, como hemos visto, no
será la primera ni la última, así que por ahí bien. Pero por el otro lado, el problema es que si empezamos a revisar el pasado de todos estos personajes nos podríamos quedar solos.
Durante las protestas del Black Lives Matter, en los EE. UU. se retiraron decenas de estatuas de Cristóbal Colón, acusado de genocidio indígena. También afectó a varios conquistadores españoles, a misioneros como Fray Junípero Serra y a una larga lista de presidentes norteamericanos, como George Washington, Thomas Jefferson o Abraham Lincoln; así como a personajes, en principio menos odiados, como Ghandi o Voltaire; pero también a auténticos monstruos, como el rey Leopoldo II de Bélgica.
También hemos visto derribos más o menos espontáneos a manos de masas más o menos enfurecidas contra personalidades consideradas poco éticas. Como la ocurrida contra la estatua del mercader Edward Colston (1636-1721) en Bristol. Una personalidad relevante para la historia de su ciudad, un filántropo responsable de muchas obras de caridad, pero cuya fortuna tenía relación con el comercio de esclavos. Actualmente, su bonito pedestal victoriano luce vacío, salvo cuando un espontáneo se
atreve a hacer alguna propuesta innovadora (se ha visto hasta un Darth Vader).
Y ya para terminar esta reflexión sobre los pedestales, cuando Sadam cayó del suyo, pocas personas recuerdan un detalle importante; su anclaje era tan potente que cuando el vehículo militar procedió al último tirón, la estatua, de doce metros de largo y una tonelada de peso, se quebró por debajo de las rodillas y mientras su cabeza era arrancada de cuajo y su cuerpo de bronce desmembrado: unas tristes botas se quedaron allí encima, solitarias, sobre un pedestal.